El sindicalismo colombiano atraviesa un momento decisivo. Aunque históricamente ha sido una herramienta de resistencia y conquista de derechos laborales, hoy enfrenta el riesgo de perder su esencia debido a la cooptación sindical, fenómeno en el que dirigentes priorizan intereses ajenos a sus bases y transforman las organizaciones en aparatos vacíos.
Según la Escuela Nacional Sindical (ENS), apenas el 4 % de los trabajadores en Colombia está sindicalizado, una de las cifras más bajas en América Latina. Esto ocurre en un país donde más de 3.200 sindicalistas han sido asesinados entre 1973 y 2020, lo que agrava la crisis de confianza hacia estas organizaciones.
Expertos como Renán Vega Cantor y Marcel Silva Romero han mostrado que la autonomía sindical nunca ha sido un regalo, sino una conquista frágil. Hoy, esa autonomía se ve debilitada por prácticas que reducen la democracia interna a un formalismo, al tiempo que dirigentes confunden “buena relación con el empleador” con claudicación frente a los intereses de la base trabajadora.
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El análisis de pensadores como Steven Levitsky y Daniel Ziblatt advierte que, al igual que ocurre con la democracia, los sindicatos pueden morir lentamente: mantener elecciones y asambleas sin deliberación real equivale a un simulacro democrático.
A nivel internacional, la OIT y la Corte Interamericana de Derechos Humanos han reiterado que la libertad sindical es condición indispensable para la existencia de una sociedad democrática. Cualquier injerencia que distorsione la autonomía sindical constituye una violación de los convenios internacionales.
En este contexto, Colombia enfrenta una encrucijada histórica: o fortalece sindicatos autónomos, democráticos y transparentes, o arriesga que se conviertan en estructuras irrelevantes y burocratizadas. Como señaló la Corte IDH, los sindicatos “no son un adorno, sino una condición esencial de la democracia”.